Jesús de Nazaret

Los datos que de Jesús tenemos al margen de los Evangelios son escasos. Éstos además durante siglos han sido leídos e interpretados conforme a tradiciones no siempre respetuosas con su contenido original y que a veces ignoraban el contexto histórico y cultural en que vivió.

Palestina, el país en el que vivió y predicó, era un territorio históricamente pobre y débil, de escaso interés económico para sus poderosos vecinos, los egipcios de más allá de la península del Sinaí y las prósperas ciudades comerciales fenicias al norte. Su importancia radicaba en que era una vía de comunicación natural entre Asia y África. Por lo tanto Palestina era un dominio político del Imperio Romano y un territorio culturalmente helenizado sobre un sustrato de cultura judía fuertemente arraigado. En este país del Mediterráneo oriental, lugar de paso frecuentado por pueblos y culturas, en el que se mezclaban lenguas, conocimientos y religiones, nació Jesús.

 

El humilde hijo de un carpintero

 

El nacimiento y familia de Jesús puede parecer uno de los puntos menos controvertidos de su vida, ya que los Evangelios proporcionan una información precisa. Actualmente la mayoría de los historiadores consideran que Jesús debió nacer entre los años 7 y 4 a.C., ya que se otorga fiabilidad a su ubicación durante el reinado de Herodes el Grande. Fue mucho más tarde, en la primera mitad del siglo vi d.C cuando el papado propuso cambiar el sistema de datación y tomar el nacimiento de Jesús como punto de referencia. Los cálculos fueron realizados por un monje erudito, Dionisio el Exiguo, que fijó erróneamente el acontecimiento en el año 753 ab urbe condita (desde la fundación de Roma, que es como se databa durante el Imperio Romano). Más allá de lo chocante o curioso que pueda suponer esta cuestión es un ejemplo inmejorable de las dificultades que plantea cuadrar los datos proporcionados por la Biblia con los conocimientos históricos.

 

 

Los primeros pasos de un profeta

 

Aproximadamente en el año 26 d.C., cuando contaba treinta años, Jesús abandonó su Nazaret natal y viajó hacia el sur, a las tierras desiertas de Judea. Los historiadores consideran que la peregrinación de Jesús hasta el río Jordán para recibir el bautismo de manos de Juan el Bautista es cierta. Según el profesor Bartchy, “si los cristianos hubiesen querido manipularla su relación con Juan, el transcurso de los hechos habría sido el contrario y habrían presentado a Juan yendo hasta Jesús”. El profesor Siker añade que, “si Jesús acudió a bautizarse por la misma razón que acudían tantos otros, como muchos historiadores argumentan, fue debido a que tenía algún sentimiento de arrepentimiento. Jesús se sintió conmovido por el mensaje de Juan y fue bautizado por arrepentirse de sus pecados, y tuvo algún tipo de experiencia transformadora que le llevó a inaugurar su propio ministerio público, en parte modelado y realizado siguiendo el de Juan”.

 

A su salida del desierto se encontraría con una noticia inquietante, el arresto de Juan el Bautista por orden de Herodes Antipas. Sin lugar a dudas aquello supuso una advertencia sobre el destino que podían correr los profetas apocalípticos que revolvían al pueblo en un sentido que podía volverse contra las autoridades civiles. Según el profesor David Barr, “los romanos administraban su presencia en Palestina con mano firme. Si alguien no pagaba sus impuestos o si se rebelaba podían aplastarle sin piedad, pero si se cumplían esas dos cuestiones básicas, pagar impuestos y no hablar de rebelión, todo lo demás les resultaba completamente aceptable”. De todos modos Jesús abandonó Judea y regresó a Galilea, donde comenzaría su predicación. No se sabe a ciencia cierta cuándo se produjo este regreso, probablemente en el verano del año 27 d.C.

 

El Evangelio de Lucas cuenta cómo Jesús tuvo que escapar de la multitud airada de su población natal, a la que no volvería ya nunca más, sería ahora entre extraños donde crearía su propia comunidad, una comunidad de discípulos unidos por su fe en él. En opinión del profesor Siker, “los discípulos son algo inusual porque lo que era típico en la Palestina del siglo i d.C. era que fuese el discípulo el que iba a buscar a su maestro, su rabí. Pero no tenemos mucha evidencia sobre rabíes marginales que vagaban y creaban grupos de discípulos así que, a este respecto, Jesús es un caso muy poco usual. Es muy presumible que Jesús tuviese una relación previa con estas personas, que le conociesen o hubiesen tenido algún tipo de contacto con él”. Cuando rodeado de sus discípulos volviese a intervenir en la sinagoga, esta vez en Cafarnaún, ya no sería un fracaso, sino que ejercería una gran influencia sobre la audiencia y empezaría a obrar maravillas, al liberar a uno de los presentes de la posesión de un espíritu maligno (como relata Marcos 1, 23-27). Era el primer paso de su propia vida pública como maestro y profeta, en la que supo dar un contenido nuevo al judaísmo.

 

Predicación y enseñanzas de un joven rabí

 

El Evangelio de Lucas afirma que tenía treinta años, pero el de Juan supone que tendría que ser mayor de esa edad. Tampoco se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo duró esta misión, pudo variar entre unos pocos meses y cuatro años. En opinión del profesor Barr, “no hay duda de que Jesús hizo actos de poder que impresionaron a sus contemporáneos. Actualmente pensamos que el mundo está regido por leyes naturales de forma que un milagro tendría que ser algo realizado por Dios o un poder divino de forma que alterase dichas leyes para que las cosas no sucediesen como tenían que pasar. Los antiguos no tenían ese concepto de ley natural. Dios lo hacía todo, hacía que el sol saliese por la mañana, que lloviese o que no lloviese, y esas cosas se podían controlar mediante la oración o las fuerzas divinas, de modo que un milagro no era una violación de la ley natural, era sencillamente una acción de Dios en un momento concreto. Cuando las personas eran curadas, pensaban en Jesús como una persona con poder”. Pero si los milagros atraían a la gente, ésta no permanecía al lado de Jesús por ellos, sino por sus enseñanzas, enraizadas profundamente en la tradición moral judía, que como otros profetas y el mismo Juan predicaba la compasión por los otros, la preocupación por los pobres y el amor por el prójimo.

 

En opinión del profesor Barr, “parece que Jesús quiso abandonar a su familia. En aquel tiempo esto era algo muy radical e inmoral porque los hijos tenían responsabilidades para con sus padres, especialmente en el caso del primogénito. Pero él quiso dejarlo todo a cambio de lo que creía que Dios le estaba demandando hacer”. Con sus atípicas enseñanzas Jesús comenzó a ganarse enemigos entre el judaísmo ortodoxo, especialmente entre los fariseos, que defendían una lectura estricta de las leyes y a los que las interpretaciones que hacía Jesús en nombre de la compasión resultaban completamente rechazables.

 

Aunque tuvo un éxito indudable saliendo airoso de las trampas de sus enemigos, un hecho singular debió hacerle replantearse seriamente su misión, la muerte de Juan el Bautista, mandado a asesinar por Herodes Antipas después de varios meses de arresto. En opinión del profesor Crossan, “el primer gran momento traumático de la vida adulta de Jesús debió ser la muerte de Juan el Bautista. Para quienes habían aceptado el mensaje de Juan, y Jesús era uno de ellos, parecía que Dios había permitido su muerte y a medida que los días pasaban y ésta no tenía consecuencias para sus asesinos, parecía que Dios no hacía nada. En cierto sentido se pudo pensar que Juan podía haberse equivocado”. El final trágico del Bautista era una advertencia clara y contundente para el resto de profetas del momento. Sin embargo la vivencia de una experiencia reveladora debió decidir a Jesús a seguir adelante, su transfiguración, relatada en Mateo (17, 1-9). Como afirma el profesor Riley sobre este episodio “parece tratarse claramente de una epifanía, una revelación de que Jesús era realmente un tipo de ser divino que, momentáneamente, revela ser quien es. Esto para la gente de la Antigüedad era algo perfectamente normal. Los dioses podían caminar por la tierra y, por ejemplo, Zeus podía revelar quién era realmente abandonando cualquier aspecto que pudiese haber adoptado”. Es tras este episodio cuando Jesús parece estar convencido absolutamente de su misión y decide dar un paso sustancial. Ya no predicará en las colinas y los campos de Galilea, ni en los pueblos ni las ciudades pequeñas donde los fariseos y las autoridades recelaban de él. Su siguiente paso sería llevar su predicación al corazón de su fe y la fortaleza de sus enemigos, Jerusalén, la capital de los antiguos reyes de Israel y del Templo de Salomón.

 

Jerusalén: triunfo y muerte

 

En torno al año 30 d.C., presumiblemente a la edad de treinta y tres años Jesús de Nazaret acudió a la ciudad para la celebración de la Pascua y fue recibido triunfalmente por la multitud como el auténtico Mesías. Su entrada no podía suponer un mayor peligro para las autoridades judías. En palabras del profesor Crossan, “la fiesta de Pascua constituía un auténtico polvorín porque reunía a grandes multitudes en un mismo lugar celebrando su liberación de la opresión egipcia por Dios cuando en aquel momento estaban bajo la opresión romana. En dicha situación con muy poco podía prender una revuelta”.

 

Acudió al Templo, donde arremetió contra los mercaderes y cambistas que hacían negocio en el patio anterior al santuario, derribando sus puestos y expulsándoles del recinto. La pregunta es porqué desbarató esas mesas y expulsó a los cambistas y a los mercaderes de animales. Es posible que cuando Jesús acudió al Templo quisiese representar una parábola. Organizando todo aquel alboroto estaba simbolizando la futura destrucción del Templo cuando Dios juzgase a su pueblo”. Semejante acción le costó la enemistad de la casta sacerdotal del judaísmo, los saduceos, pertenecientes a la aristocracia de familias ricas de Jerusalén. Los días siguientes los dedicó a predicar en la ciudad. Sus enseñanzas apocalípticas ponían cada día más nerviosos a las autoridades religiosas, temerosas de un estallido de violencia en la ciudad.

 

Es en este contexto en el que se habría desarrollado el relato de la Pasión transmitido por los Evangelios. Uno de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote, se habría puesto de acuerdo con los saduceos para traicionar a Jesús y entregárselo con objeto de imputarle fraudulentamente algún delito. El jueves anterior a la Pascua Jesús la habría celebrado por adelantado con sus discípulos en una cena, anunciándoles durante la misma la traición de que era víctima y su próximo fallecimiento, e instituyendo la Eucaristía. Después habría acudido a orar al Monte de los Olivos, donde permanecería por unas horas antes de que los hombres de los sacerdotes del Templo acudiesen a prenderlo guiados por Iscariote. Conducido ante el consejo sacerdotal (Sanedrín) presidido por el sumo sacerdote Caifás, se habría intentado imputarle delitos falsos, fracasando por la inconsistencia de los falsos testimonios presentados. Conminado por Caifás a declarar si era el Mesías, la respuesta de Jesús (que varía de un Evangelio a otro) sería considerada por los sacerdotes blasfemia, penada por las leyes judías con la muerte y por tanto suficiente para condenarle. El problema de los saduceos era entonces que no podían ejecutar la sentencia, ya que esto correspondía al poder secular.

 

Por esta razón Jesús habría sido dirigido ante la máxima autoridad romana en Palestina, el procurador Poncio Pilato (que ejerció el cargo entre los años 26 y 36 d.C.) Sin embargo éste no consideró que Jesús fuese reo de muerte, por lo que por dos veces expresó a los saduceos su intención de liberarle después de azotarle. Finalmente éstos agitaron a la población de Jerusalén para que reclamasen su muerte. Pilato intentó nuevamente liberarle haciendo recaer en él la gracia pascual de liberar a un reo, pero la multitud instigada insistió en exigir su muerte. Finalmente Pilato cedió y dictó sentencia a muerte mediante crucifixión. La mayoría de los estudiosos consideran que este relato de tira y afloja entre saduceos y romanos es mera ficción. Fuese como fuese, la condena del poder religioso judío y la aquiescencia del poder civil romano llevaron a Jesús a la cruz, uno de los más espantosos tormentos utilizados por las autoridades romanas para las ejecuciones. El tormento no era exactamente como se ha solido representar en el arte y la cultura popular. Como indica el profesor Ehrman, “los romanos tomaban estacas y las clavaban atravesando los huesos de las muñecas, no las manos como se suele representar en el imaginario popular. Atravesando la muñeca se conseguía que cuando la persona era colgada de la cruz los miembros no se desgarrasen, de modo que la víctima quedaba sujeta a ésta. No eran alzados a gran altura, como se suele imaginar, sino sólo lo justo para elevarlos del suelo y poder dejarlos a la vista de todo el que pasase. La muerte solía producirse por asfixia debido al estiramiento de los pulmones, para que la persona pudiese respirar tenía que empujar hacia arriba desde los pies, así que aguantaba mientras sus fuerzas respondían. Se conocen casos de crucifixiones que duraron tres y cuatro días”. Sin lugar a dudas con semejante pena las autoridades romanas dejaron claro que acabaron considerando también a Jesús como un individuo peligroso al que se castigó con gran severidad.

 

Según el relato evangélico, Jesús murió en la cruz prácticamente solo, seguido únicamente por tres de las mujeres que le acompañaron durante su predicación (y según el Evangelio de Juan (19, 25-27) también por su madre y uno de sus doce discípulos), entre el escarnio que le propinaban aquellos que habían urdido su final, en un paraje extramuros de Jerusalén llamado Gólgota (en arameo “lugar del cráneo”, traducido al latín como Calvaria). Los Evangelios coinciden en que su cuerpo no quedó expuesto tras su muerte. Un rico seguidor de Jesús, José de Arimatea, obtendría de Pilato el permiso para tomar su cuerpo sin vida y depositarlo en un sepulcro de su propiedad.

A partir de aquí acaba la posible reconstrucción histórica de la peripecia vital de Jesús de Nazaret y empieza el terreno de la fe.