Augusto

Cayo Octavio es una de las figuras decisivas en toda la historia de la antigua Roma, habiendo estado presente en buena parte de los grandes hechos de una de las épocas romanas más convulsas. La biografía de Augusto nos muestra al que será el primer gran emperador de Roma, pero también a un hombre que estuvo bajo la protección de gigantes como Julio César. Por todo ello, su figura merece una explicación detallada.

De la infancia al triunvirato

No es exagerado decir que la vida de Augusto estaba encaminada a ser la de una gran figura de poder. Cayo Octavio, el nombre con el que nació y que mantendría hasta su ascenso político, nació en Roma en el 63 a. C.

El entorno en el que creció fue el de una familia muy bien conectada con la élite romana. Basta para ello decir que era sobrino nieto de Julio César por parte de madre, algo decisivo en su futuro. Pero, además, su padre había sido pretor de Macedonia. De esta forma, ni la política ni el ambiente militar romano le eran ajenos desde su infancia.

Tanto su infancia como su primera adolescencia pasó como la de otros muchos jóvenes romanos. Augusto se formó intelectualmente y participó en muchas de las actividades del ejército. Eso sí, el momento más importante de su vida le llegaría muy pronto.

En el 44 a. C., se produjo el asesinato de Julio César en los idus de marzo. Cuando se leyó el testamento del mandatario romano, este había designado como heredero y sucesor a un joven sobrino nieto suyo. Se trataba de Cayo Octavio, el cual no contaba por entonces ni con 20 años de edad.

Pese a la designación de Julio César, las cosas no iban a ser fáciles para Augusto. Muchos no aceptaron su designación y el joven tuvo que defenderse por las armas para hacer valer su postura. De esta forma, nuestro protagonista entró en combate contra Marco Antonio, el antiguo lugarteniente de César.

Los intereses representados por Cayo Octavio fueron los de muchos romanos ilustres partidarios de la República. En sus filas de partidarios se contaron figuras como el propio Cicerón. Es más, gracias a apoyos como este, el joven pudo montar su propio ejército y enfrentarse a las legiones que defendían Roma.

Sin embargo, finalmente no hubo derramamiento de sangre. Cayo Octavio llegaría a un acuerdo con sus competidores, Marco Antonio y Lépido, formando un triunvirato para gobernar Roma.

El camino hacia el poder absoluto

El triunvirato formado no tardó demasiado en desaparecer. Para empezar, Lépido cayó en desgracia y se le envió al exilio, por lo que fueron Marco Antonio y Cayo Octavio los que gobernaron de facto.

Pero el que sería Augusto tenía otras ideas en mente. Marco Antonio había caído bajo las redes de Cleopatra y cada vez defendía unas políticas más beneficiosas para Egipto. En Roma esto no se veía bien y Cayo Octavio no iba a dejar pasar la oportunidad.

Viendo la debilidad del bando antonino, Octavio declaró la guerra a Cleopatra, aunque lo cierto es que el motivo real era defenestrar a Marco Antonio. La Guerra Ptolemaica, como se conocería este conjunto de batallas, terminó con Cayo Octavio entrando victorioso en la ciudad de Alejandría en el 30 a. C.

Mientras nuestro protagonista entraba en la ciudad, Marco Antonio y Cleopatra se suicidaron en la misma. La victoria no solo le reportó la desaparición de su gran competidor, también convirtió a Egipto en una nueva provincia romana. Y, lo que es aún más importante, daba a Roma el dominio completo del Mediterráneo.

Con este movimiento, el camino quedaba despejado para Cayo Octavio. Ya era el único que estaba en condiciones de gobernar todos los territorios romanos. Eso sí, en un primer momento, lo haría bajo la fachada de respeto de las costumbres republicanas.

Eso se alargó bastantes años, ya que la intención de Augusto fue la de ir acumulando poderes hasta poder convertirse en el emperador de todos los romanos. Esto lo consiguió añadiendo títulos como el primero de los senadores, tribuno vitalicio o emperador preconsular de la Galia, Hispania y Libia. A todo ello hay que sumar el título de Augustus, el cual tenía carácter religioso y mostraba su misión divina en el gobierno de Roma. Poco a poco, Octavio se encaminaba a un poder que Roma no había visto antes.

El mandato de Augusto

Convertido ya en Augusto, el periodo de su gobierno se alargará durante el resto de su vida. Convirtiéndose en una figura capaz de dar un nuevo impulso al imperio, su legado fue bastante extenso. Hay que destacar que Augusto rechazó su divinización en vida, aunque se benefició del culto al héroe que tanta raigambre tenía en Roma.

Una vez que se situó en la cúspide del poder romano como emperador, comenzaron las reformas. Estas se concentraron en agilizar y modernizar las instituciones para que fueran capaces de gobernar un imperio que se había convertido en algo gigantesco.

Dividió las provincias en senatoriales e imperiales, pudiendo designar al gobernante de estas él mismo. También creó nuevos órganos como el Consejo del Príncipe, reorganizó toda la hacienda pública dirigiéndola él mismo y renovó muchas de las calzadas romanas.

En el plano militar, su principal acción fue la de controlar a los germanos y otras tribus que hostigaban las fronteras del imperio. Asimismo, amplió los territorios hacia el Danubio y el Mar Negro y comenzó la llamada Paz Romana o Pax Augusta en su honor.

La única pega que tuvo su mandato fue el no tener descendiente. Ningún varón nació de sus tres matrimonios. Así, terminó adoptando a su yerno. Tiberio, quien se convertiría en el sucesor de Augusto cuando este muriera.

Esto se produjo en el 13 d. C. Su desaparición no provocó ningún tipo de revuelta ni caída de su sistema. Tiberio fue aceptado como nuevo emperador sin mayores resistencias. Augusto había conseguido pacificar en gran medida la tensa política romana durante su largo mandato como el primero emperador.