Perdidos en la traducción

El cine es aventura. El cine propone a sus protagonistas, esencialmente, salir de una área concreta, de su zona de confort, adaptándonos a las expresiones de la contemporaneidad, para revertir una situación, para alcanzar un hito o simplemente como un viaje que le permita descubrir(se).

En cierta manera, cuando cruzamos una frontera, cuando visitamos un país nuevo, la sensación es similar. Y más cuando los idiomas del visitante y el lugar visitado no coinciden. En ese momento, toca una readaptación, un camino de exploración que más allá de la supervivencia está cercano al reto. No existe emoción como esa; como tampoco existe emoción como el cine.

El paradigma de todo ello lo encontramos en la segunda película de Sofia Coppola Lost in Translation, la mejor película de 2003 que tuvo la mala «fortuna» de competir con la última parte de El Señor de los Anillos en los Oscars. Esa historia ya la conocen, la de Bob y Charlotte en cambio es necesaria revisarla al menos una vez al año. Es una obra colosal que habla justamente de lo expuesto al inicio, de cómo readaptarnos, pese a la soledad, una sensación que no entiende ni de estatus ni de apariencias.

Dicho esto, perdonen la intensidad, porque, como reza el título de esta columna, esa deriva idiomática va adquirir a continuación un estribillo más lúdico, centrándonos en aventuras tanto urbanas como históricas, donde la falta de paridad en el lenguaje traerá no pocos problemas a sus protagonistas.

Lost in Translation, 2003

¿Qué le dijo Bob a Charlotte al final del filme? Qué gran pregunta, comprendiendo que los dos personajes se mueven en un mundo que no entienden ni son entendidos. Poco importa, ¿no? Podemos imaginarlo, aunque los dos actores, Bill Murray y Scarlett Johansson, en entrevistas, han dado a lo largo de este tiempo algunas claves. Lost in Traslation es uno los clásicos modernos que logra emocionarnos desde lo más mínimo, como hacen filmes como Antes de amanecer o Columbus, que relatan breves e inesperados encuentros en los que con pocas palabras se dice mucho. En la obra de Coppola presenciamos Tokio de una forma inédita. Una cinta de la que enamorarse.

Siete años en el Tibet, 1997

Última ficción de importancia popular de Jean-Jacques Annaud, firmante de filmes clave de los 80 como El oso o El nombre de la rosa. El realizador galo dirigió al actor de moda en los 90, Brad Pitt, en esta epopeya a la que le pesó su enorme aparato publicitario. Hablamos, del momento de Pitt como una superestrella. Algo que probablemente no viviremos jamás en esta era de descrédito. Esta propuesta se basa en la biografía del alpinista Heinrich Harrer, cuyo anhelo era ascender el Nanga Parbat. Sin embargo, la guerra evitó que completara el reto, ya que fue capturado y enviado a un campo de concentración. Un viajero que tuvo que adaptarse, también al idioma. Su pasión sin embargo hablaba por él.

Las cuatro plumas, 2002

Para Harry Faversham, sin embargo, la cárcel estaba en su interior, tras ser llamado cobarde por sus compañeros de brigada y por su propia prometida tras no alistarse a la guerra de Sudán a finales del siglo XIX. El hindú Shekhar Kapur es el último cineasta que ha adaptado este clásico de aventuras de A.E.W. Mason, que criticaba la ambición colonial de Occidente. De las cuatro versiones, nos quedamos con esta por la estupenda labor de un inspirado Heath Ledger.

Z, la ciudad perdida (2016)

Del interior también brota la ambición de Percy Fawcett (Charlie Hunman), un explorador que, tras varios viajes, abandona a su familia buscando hallar una quimera: encontrar la antigua ciudad dorada de Z. Una leyenda que parece cobrar vida en las voces de los nativos de la Amazonia. Así comenzará un trayecto lleno de peligros externos pero también internos. ¿Hay límites para la ambición de un hombre? El filme de James Gray es colosal y mereció una mejor suerte a nivel mediático.

El antepenúltimo mohicano

Twitter: @eamcinema | Park City, Utah.

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