La muerte de Mandela

El 5 de diciembre de 2013, el mundo se sobrecogía con la muerte de Nelson Mandela. Era una de esas personas que uno imagina que nunca mueren, porque es necesario que su espíritu, su lucha y su ejemplo permanezcan para siempre. Mandela, Madiba según su nombre tribal, tenía 95 años y vivía retirado de la política desde los 81, pero había sido, y seguirá siendo, uno de los hombres más importantes de la historia.

Esta historia empezó en 1944, cuando, a los 26 años, Mandela se afilió al Congreso Nacional Africano (ANC, en sus siglas en inglés) para luchar contra la segregación racial y el dominio de la minoría blanca. Años después, en 1960, el ANC fue prohibido; se creó entonces un brazo armado que saboteaba objetivos militares y que estaba dirigido por el propio Mandela, quien por entonces defendía la violencia como su única salida ante los abusos y discriminaciones del gobierno sudafricano. Dos años más tarde, detenido por orden del gobierno sudafricano con el apoyo de la CIA, fue condenado por sedición a cadena perpetua y trabajos forzados.

Casi tres décadas en la cárcel

Tras 27 años en la cárcel, Nelson Mandela fue liberado de Robber Island el 11 de febrero de 1990, cumplidos los 71 años. Pero en vez de atacar a sus enemigos, decidió optar por la reconciliación y la negociación con la minoría blanca dirigida por Frederik de Klerk, por entonces, el presidente de Sudáfrica. El ANC se presentó a las elecciones de 1994, las primeras democráticas del país, y ganó por mayoría absoluta. Madiba se convirtió así en el primer presidente negro de la historia de Sudáfrica.

Un año antes, en 1993, Mandela y De Klerk habían recibido el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos por la reconciliación y por acabar con el apartheid. Fue éste el gran objetivo que dominó toda su vida, junto a la defensa de los derechos humanos y la lucha contra el SIDA, que se había llevado a uno de sus hijos.

El fallecimiento de Madiba fue, para muchos, la muerte del último gran líder del siglo XX. Alguien capaz de enterrar las diferencias y de luchar de manera pacífica, y una vez abandonada la violencia, por un objetivo justo: la igualdad entre negros y blancos. Su sentido político y su virtud moral, sus esfuerzos para entender a sus opresores (en la cárcel aprendió afrikáans, el idioma de la minoría blanca, y se instruyó en su cultura e historia) y su capacidad de reconciliación son su mejor legado.